viernes, 2 de marzo de 2012

LA MERY JAIMES (3er Acto: "Días de ocio")


Sin importar algunos esfuerzos por encontrar algo y lo mucho que aun me lamentaba por no salir seleccionado para hacer parte del Ejército Nacional pasaron dos años siendo el hijo especial mantenido que se había graduado de bachiller para convertirse en un leal ayudante doméstico y mensajero de familia. Dentro del punto de vista lógico se diría que era también un trabajo remunerado por la comida y el techo que aun mi padre me suministraba, no obstante, a ojos de los mismos jefes de casa, dicha situación no podría considerarse como motivo de mucho orgullo. Era necesario llegar a casa con media de aguardiente para tomar y después de haberla consumido en gran porcentaje (Mi padre) comenzar el discurso inquisidor: “Oiga, y ¿Ud. Qué?, ¿Qué piensa de esta vida?, Ud. No nos va a tener para toda la vida” Preguntaba mi padre preocupado en medio de su embriaguez. Nunca le respondía a sus interrogantes, aunque daba igual porque malo era responderle, y peor era ignorarlo. Cuando se carecía de argumentos y criterios no quedaba otra alternativa que optar por el silencio. Este tipo de situaciones me decepcionaban (de mí mismo) mucho más a mí que a ellos, hasta llevarme al punto de romper el silencio y amenazarles infructuosamente con: “Algún día, comenzaré a ganar dinero y no lloren si me voy a vivir solo”.
Pero siempre tenían una respuesta contundente. “Ud no es capaz de hacer eso, es demasiado dependiente, no duraría un solo día”. Decía mi madre.
“Nunca diga algún día, porque seguramente ese día nunca llegará, ¡actúe ya, carajo!” decía mi padre.
Esa fue la lucha de aquellos dos largos años, donde el hogar ya no lo veía como mi refugio, ya mis hermanos menores esporádicamente me tenían para que les ayudase con sus tareas y a acompañarlos hasta el colegio, o en su defecto asistir a las reuniones como acudiente. La nueva queja de mis padres era “No hace nada ni tampoco ayuda”. Igual, ellos tampoco agradecían.
En ese mismo intervalo de dos años, fue que comencé forzudamente a explorar el mundo más con la intención de dejar de sentir la humillación de permanecer en casa cuando casi todos mis compañeros de promoción ya estaban en la mitad de sus carreras universitarias y otros ya se hacían llamar dragoneantes o cabos en el ejército, mucho más que la intención de querer aprender algo.
Mi diario vivir consistía en levantarme temprano para hacer los quehaceres hogareños, y después de terminarlos, poco después del mediodía, emprender una fascinante aventura navegando sobre las empinadas calles del barrio adentrándome más en la Urbe hasta llegar a su núcleo, el centro de la ciudad. Las bibliotecas se convirtieron en mi refugio y cuartel general. Estando allí, durante un lapso diario de 6 horas (A veces más) devoraba los periódicos, principalmente las páginas de empleo, luego me sumergía en el mar de libros, donde si alguna vez sentí algún vacío emocional, éstos lo rellenaban eventualmente, hasta llegué a hacerme mi propio horario, sujeto a modificaciones en caso de que la página de empleos me sugiriera ir a visitar alguna dirección. Los lunes leía acerca de historia. Los martes y miércoles, literatura, los jueves eran días de audiovisuales, sala multimedia, escuchar discos, películas y video-conciertos. Los fines de semana el cronograma era diferente. Grupo Juvenil los Sábados y práctica deportiva los domingos. El exceso de tiempo libre me hacía pasar tanto tiempo dentro de las bibliotecas públicas que ya me había vuelto un rostro tan familiar que algunos usuarios pensaban que era funcionario de esta y hasta me preguntaban por libros y como no mantenía mucho qué hacer no tenía problema en ayudarles a encontrarlos. También pude hacer migas con unos veteranos intelectuales que allí se reunían a tertuliar en la hemeroteca, algunos de ellos periodistas retirados, docentes, escritores y viejos actores de teatro y televisión venidos a menos que habían encontrado en la biblioteca un espacio donde sus días de jubilados no eran una muerte en vida. A veces fingía estar allí leyendo prensa mientras escuchaba sus fascinantes debates sobre fútbol de antaño, historia, política, artes, etc. Y en los últimos meses, antes de dejar de visitar el lugar, logré incluso convertirme en uno de esos viejos caballeros de mesa redonda, que al ver que semejantes eminencias prestaran atención a mis apuntes y opiniones y participaran de éstas me sentía como aquel joven Jesús que conversó con los doctores de la iglesia en la huida a Egipto.
Pero todo no era tertulias con sabios ancianos, aún conservaba mis vacíos afectivos de adolescente. En una de esas noches de domingo, donde se asistía a la última misa y la banda del grupo juvenil tocaba, tuve el instante de inspiración. Aaron, era un joven notablemente apuesto que con su poderosa guitarra electro-acústica y destacable voz, lograba que la misa de 7p.m, los domingos fuera el evento carismático por excelencia. El párroco se veía feliz porque atraía más feligreses de lo habitual, lo cual lamentaba yo que odiaba escuchar misa de pie, sin embargo al escuchar los hermosos cantos de alabanza del joven Aaron y especialmente “el coro de ángeles” que le acompañaba haciendo voces de soporte, sentí la idea descabellada de que después de terminada la ceremonia me le acercaría a Aaron para hacerle la tonta pregunta sobre recomendaciones para tocar bien la guitarra, aunque aun no estoy seguro si ese en realidad era mi interés o si en realidad lo que quería era ver de cerca a alguna de las 2 chicas que le acompañaron en voces de respaldo percusiones y flauta respectivamente. Después de haberle hecho la pregunta a Aaron terminada la ceremonia, fue mucho más amable de lo que esperaba, me dijo que si quería podía pasar el sábado siguiente, que él dictaba talleres de guitarra 2 a 4 en el salón parroquial, y aunque la donación que había que dejar en su curso era irrisoria, mi estado de desempleo me imposibilitaba pagarla, y tampoco sentía deseos de pedirle a mis padres después de los discursos existenciales con los que me azotaban por aquellos días.
“Si quieres también te podrías quedar para que nos acompañes a las reuniones del grupo juvenil parroquial, también el sábado desde las 5 de la tarde, hasta las 7, es muy chévere, abordamos problemáticas actuales, tenemos grupo de oración y al final ensayamos y escogemos las canciones que tocamos los domingos.” Decía Holanda, una de las 2 jóvenes que acompañaron a Aaron ese día, con voz encantadora, sin que su belleza fuera muy prominente. Aun así agendé la invitación que ella me hizo y curiosamente lo del grupo juvenil, sin creer mucho en ello, ni habérmelo tomado nunca tan en serio, fueron de las mejores cosas que me acaecieron en esa época de 2 años de ostracismo, antes de que Mery Jaimes apareciera.

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