sábado, 4 de abril de 2015

TARDES DE GIMNASIO

Hubo un tiempo en que Iván Klinkert, a una edad más adulta, se preocupó mucho de su exageradamente escuálida figura, le parecía idignantemente irónico que casi todas las personas del mundo moderno viviesen preocupadas por adelgazar, cuando él alimentándose relativamente bien, no lograba superar siquiera los 55 kilos, siendo mayor de 1,80 en estatura, y a veces, hasta tendía a rebajar más con demasiada facilidad. En esas épocas lo que más se destacaba de su anatomía era su cabeza, se veía enorme sobre su ectomorfo conjunto. Cansado de tener que abrirle un agujero adicional a sus cinturones para que sus pantalones talla 28 (Los cuales también le quedaban grandes) pudieran ajustarse, y de los no muy halagadores apodos relacionados con su patética delgadez, decidió aprovechar su poder adquisitivo para pagar un gimnasio, uno muy bonito, nuevo y moderno, ubicado en el último piso de un famoso centro comercial de la Avenida Oriental entre las avenidas la Playa y Maracaibo.
Con una estricta disciplina y con un gran entusiasmo, el señor Klinkert seguía entusiasta las indicaciones de su instructor sin importar lo exigentes que eran sus rutinas basadas en trabajo muscular, levantamiento progresivo de peso, muy poco cardio y muy poca actividad que implicara demasiada quema de calorías, por lo que tuvo que dejar sus largas rutas de trote y sus empinadas escaladas en bicicleta, y también acostumbrándose a los empalagosos batidos de proteína, los cuales también resultaron siendo un ritual que religiosamente cumplía complementariamente con su rutina.
Un año más tarde, Iván Klinkert parecía otra persona, su figura cambió casi que de manera dramática, había ganado más de 20 kilos de masa muscular y aquellos compañeros de oficina que disfrutaban poniéndole apodos alusivos a su otrora desgarbada delgadez, ya lo determinaban con algo de recelo y envidia (de la mala) debido a que el personal femenino de la empresa ya le miraba de pies a cabeza con cierto brillo lascivo en sus miradas. Aunque todo sacrificio conlleva su precio, principalmente por tener que comprar en ese lapso de tiempo nuevas mudas de ropa, no necesariamente por frivolidad sino porque su nueva fisonomía lo requería, así que que su apariencia se tornó al mismo tiempo más moderna y elegante. Sin embargo, contrario a lo que Klinkert creía, la autoridad y el respeto no vienen con una figura fornida, pues a pesar de su figura ya más atlética, su patológica y legendaria timidez, y su carita de seminarista a punto de ser ordenado, hacían que muchas personas se llevaran desconcertantes sorpresas al pensar que su apariencia bonachona nunca traspasaría los límites de su aparente ingenuidad. En el gimnasio esto lo hacía notar y los fisiculturistas que coincidían con él en el entrenamiento lograron entenderlo a pesar de alguno que otro incidente que al principio tendrían con Iván Klinkert cuando alguna vez se acercaron a él para pedirle turnarse algún equipo que en el momento Klinkert estaba utilizando, sin embargo tampoco consideraron molerlo a golpes por su inesperada prepotencia ya que no valía la pena hacerse expulsar del gimnasio ante semejante niñería. 
Don Libardo, un señor que desde hacía algunos años había atravesado el umbral de la tercera edad (60 años), también solía asistir a sesiones de entrenamiento en el mismo gimnasio. Si bien le angustiaba asumir que su juventud ya se había marchitado y que su sex appeal, a medida que pasaban los días se haría cada vez más invisible, no sólo buscaría con su rutina de gimnasio reivindicar ese sex appeal, sino también prorrogar su probabilidad de mantener óptima salud, no obstante aunque él quisiera, ya no podía emprender rutinas de tanto impacto como las de los fisiculturistas, pero independientemente de su edad, siempre se sentía con la energía y capacidad suficientes de hacer lo mismo que éstos, quizás para impresionar a las hermosas y buenonas damas que allí también hacían rutina, o simplemente para desmitificar algunos prejuicios que se tienen con las personas más mayores.
En una tarde de gimnasio cualquiera, Don Libardo enfrentaba los comunes pormenores de la hora pico cuando el gimnasio comenzaba a poblarse masivamente, teniendo aún a disposición los equipos que su instructor le sugería para su rutina, él los contemplaba como segunda opción, ya que él siempre deseaba utilizar los aparatos que los atletas de nivel más avanzado solían utilizar. A él le gustaba impresionar, le gustaba que las personas, especialmente las damas dijeran cosas como "Me encantaría tener esa condición cuando tenga esa edad", sin embargo, a esa hora, la  mayoría de las máquinas "bacanas" estaban casi todas ocupadas, por lo que él no tenía timidez alguna a la hora de parársele a alguien al lado para acosarlo y hacerlo ceder la máquina, pidiéndole que la rotara, aún así, él no se animaba a hacer lo mismo con los negros y los macancanes que regularmente las utilizaban, pues los veía un poco intimidantes aunque conscientemente no lo aceptase, así que buscaba a alguna chica con aspecto de primípara o alguien con cara de pelotudo a quién pudiera hacer ceder a base de presión. Don Libardo, en esa misma tarde, miró a su alrededor y se sintió feliz porque la cabina para pectorales estaba siendo ocupada por un personaje de apariencia bonachona; nada más y nada menos que Iván Klinkert. 
Don Libardo convencido de que le sería muy sencillo hacer ceder a aquel individuo de aspecto virginal y tontarrón, fue con toda prepotencia a parársele al lado para hacerle entender que necesitaba del equipo. Cuando Klinkert terminó su serie y al hacer caso omiso de la presencia de Don Libardo, prosiguió con la siguiente serie. A Don Libardo quien muy seguro de sí mismo, no le importó hacer interrumpir a su joven vecino tocándole el hombro con su dedo pidiéndole que le prestase atención. Iván Klinkert, que en ese momento se encontraba con unos auriculares puestos en el oído, ya que no gustaba de la música de fondo que ponían en el gimnasio, prestó atención quitándose uno de estos auriculares del oído.
"¿Será que se demora mucho usted ahí?" Preguntó Don Libardo.
"Me faltan un par de series" Respondió Klinkert de manera relajada e indiferente, procediendo asimismo a reanudar su serie, enchufándose nuevamente el auricular en su oído.
"¿Será que nos la podemos rotar un rato?" Preguntó el viejo Libardo, a lo que Klinkert no prestó atención, aparentando no haberle escuchado por tener puestos los auriculares.
Habiendo terminado Iván Klinkert su penúltima serie, durante el descanso de menos de diez segundos que éste solía tomarse entre serie y serie, Don Libardo se acercó más, tocándole a Klinkert uno de sus hombros y haciéndole con su otra mano un gesto que le indicaba ponerse de pie. 
Iván Klinkert se quitó de encima la mano de Don Libardo, con su otra mano le hizo un gesto de "alto ahí mantenga su distancia".
Cuando Klinkert iba a comenzar su última serie en la cabina de pectorales, miraba el rostro enfadado y los manoteos de don Libardo, y extrañado por ésto se quitó de nuevo sus auriculares para escuchar qué era lo que tanto renegaba aquel insolente e inoportuno hombre mayor.
"¿Perdón?" Preguntó Iván Klinkert aparentando mantener su tranquilidad.
"Hermano, suelte esa hijueputa máquina que eso no es suyo papá, es para todos". Braveaba Don Libardo para hacerle notar al joven (aparentemente bonachón) su autoridad.  
Klinkert, en una actitud muy meimportaunculista, sin aún dirigirle la mirada dijo:
"Cuando vengo al gimnasio y encuentro a alguien ocupando uno de los equipos que yo quiero utilizar, ni me le arrimo, ni le pregunto, ni le digo absolutamente nada, simplemente, respeto su turno, espero que termine y mientras tanto voy haciendo otro ejercicio ¿Por qué no hace usted lo mismo, señor?".
"¿Y quién es usted para decirme lo que tengo que hacer?" Preguntó don Libardo de manera desafiante.
Klinkert, quien ya estaba a punto de comenzar su última serie en la máquina, soltó sus manos de las dos maniguetas abrió inmensamente sus ojos oscuros de color aguapaneloso y lanzó una mirada de desconcierto a su vecino mayor, y así, poniéndose pie, dirigiéndose prepotente, altivo y desafiante al indefenso anciano fitness, lanzó una mirada mucho más agresiva como si esa oscura mirada fuese un vórtice de ira acumulada que se acrecentaba para arrasar todo lo que estuviera a su paso.
"¿Entonces veo que usted es de las personas mayores que les gusta arreglarlo todo a la manera antigua?" Preguntó acertivamente Klinkert enseñándole los nudillos de su mano izquierda.
Iván Klinkert veía como el rostro de su veterano interlocutor palidecía, que por un momento creyó que su conato de agresión provocaría un infarto mortal al señor.
Luego, Don Libardo, ya en un tono más tranquilo dijo: "No, tampoco para que se ponga así, yo simplemente quería ver si podía hacerle un ratico a la maquina mientras usted descansaba".
"Yo todavía no estoy descansando, señor, una cosa es descansar y otra cosa es ser interrumpido".
Don Libardo se retiro desconcertado, y Klinkert a duras penas logró terminar su última serie, pues su interacción con aquel desconocido coartó un poco su concentración.

No hay comentarios: